Imperfecto vs. Pretérito
Ejercicio E de Repase y escriba pág.
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1. Habla el padre de Águeda. Mi mujer y yo éramos muy jóvenes cuando nos casamos.
Nuestras familias eran amigas, y
casi se puede decir que nuestro matrimonio fue
un arreglo entre nuestros padres, aunque también fue verdad que yo me enamoré
profundamente. Yo era un joven
introvertido; mi mayor defecto consistió
en mi falta de carácter. En cambio, mi mujer, Eulalia, siempre fue ambiciosa y un poco mandona. Pero tenía
veinte años y no me daba cuenta
de sus defectos; sólo veía sus
atractivos, porque, como dije
arriba, estaba enamorado.
Tuvimos tres hijas, dos se parecieron
a mí y una a su madre. Mi hija mayor, Luisa, fue la que más se pareció a
su madre; en cambio, mi hija menor, Águeda, tuvo mi timidez y mi resignación, aunque no le gustó coleccionar bagatelas como a mí. Ella bordaba y hacía encaje.
Con el tiempo, Eulalia y yo
perdimos la ilusión de nuestro
matrimonio. Ella no significó ya
nada para mí; era sólo la madre de
mis hijas. A ella le pasó lo mismo,
porque una vez me amenazó con
separarse de mí.
Cuando comenzó a visitarnos Adalberto, el hijo de un amigo mío, yo pensé que venía por Águeda, porque los vi
varias veces conversando y riéndose. Pero me equivoqué. Adalberto me pidió
ayer la mano de Luisa. Él se graduó de
abogado recientemente y me explicó que
consiguió un empleo muy bueno y por
eso quiso casarse. Fue una sorpresa para mí. No imaginé que Adalberto y Luisa se amaban. Sinceramente, yo pensaba que sería más feliz con Águeda,
pero tuve que aceptar la situación.
Águeda, como yo, se sorprendió del
romance de su hermana. Y se puso
triste. Dejó de cantar y de
adornarse con coquetería; sólo miraba la
plaza.
2. Mi viaje a Santa Rosa.
El despertador sonaba y sonaba mientras yo escondía
la cabeza debajo de la almohada resistiéndome a despertar. Estaba soñando que era
bombera y que la alarma anunciaba un
fuego que mis compañeros y yo debíamos
apagar, pero estaba paralizada y no podía mover los pies. Tardé más de cinco minutos en darme
cuenta de que el sonido venía de mi
mesa de noche y no de una alarma de incendios.
Me lavé y me vestí
precipitadamente. No tuve tiempo
para preparar el desayuno. Viajaría
muy temprano a Santa Rosa porque mi tía, que vivía sola, me había escrito
que estaba enferma y me necesitaba. Por fin lista, miré el reloj de pulsera. ¡Qué tarde era! El autobús salía a las siete y sólo faltaban
veinte minutos. No valía la pena
llamar a un taxi porque vivía a sólo
diez cuadras de la estación, así que tomé
mi maleta—que afortunadamente no pesaba
mucho--, cerré con llave la puerta
de entrada y eché a correr.
No había nadie en la calle tan temprano porque era domingo. Era otoño y
amanecía tarde; todavía el cielo estaba oscuro. Yo anduve tan rápido como me lo permitieron
las piernas. Cuando estaba/estuve a
la mitad del camino, un gato madrugador cruzó
veloz frente a mí. En el patio de una casa, un gallo cantó tres veces.
Legué antes de las siete a la estación terminal de autobuses, pero estaba tan agitada por la carrera, que
apenas podía respirar. Consulté el horario que estaba en la pared. Efectivamente, allí
decía que el autobús para Santa Rosa
salía a las siete de la mañana. Miré a mi
alrededor. Había un autobús
estacionado en el otro extremo de la estación terminal y cerca de él vi a cuatro pasajeros que esperaban en los bancos. Un niño dormía en el regazo de su madre y ella inclinaba la cabeza, un poco dormida
también. En mi sección de la estación, sin embargo, estaba yo sola, y esto me
pareció muy extraño.
Junto a mí pasó un viejecillo pequeño y delgado,
que llevaba uniforme azul desteñido
y apretaba en la mano derecha un
llavero enorme. “Un empleado”, me dije,
y le pregunté al viejo si el autobús
para Santa Rosa venía retrasado.
--No señorita,--contestó, y consultó la hora en un reloj antiguo que sacó del bolsillo de su pantalón.
Pero el viejo añadió que mi espera iba a ser larga porque apenas eran las seis. ¡Las seis! Dirigí la vista a mi muñeca. Yo tenía las siete. El viejecillo sonrió y aclaró mi confusión. Me recordó
que la hora de verano había
terminado la noche anterior y que había
que atrasar una hora los relojes. Todo iba
a tener un final feliz, después de todo. Pero ¡qué lástima! A causa de mi error
con respecto a la hora, no pude
apagar el fuego.