Imperfecto vs. Pretérito

Ejercicio E de Repase y escriba pág. 15

 

1. Habla el padre de Águeda. Mi mujer y yo éramos muy jóvenes cuando nos casamos. Nuestras familias eran amigas, y casi se puede decir que nuestro matrimonio fue un arreglo entre nuestros padres, aunque también fue verdad que yo me enamoré profundamente. Yo era un joven introvertido; mi mayor defecto consistió en mi falta de carácter. En cambio, mi mujer, Eulalia, siempre fue ambiciosa y un poco mandona. Pero tenía veinte años y no me daba cuenta de sus defectos; sólo veía sus atractivos, porque, como dije arriba, estaba enamorado.

        Tuvimos tres hijas, dos se parecieron a mí y una a su madre. Mi hija mayor, Luisa, fue la que más se pareció a su madre; en cambio, mi hija menor, Águeda, tuvo mi timidez y mi resignación, aunque no le gustó coleccionar bagatelas como a mí. Ella bordaba y hacía encaje.

        Con el tiempo, Eulalia y yo perdimos la ilusión de nuestro matrimonio. Ella no significó ya nada para mí; era sólo la madre de mis hijas. A ella le pasó lo mismo, porque una vez me amenazó con separarse de mí.

        Cuando comenzó a visitarnos Adalberto, el hijo de un amigo mío, yo pensé que venía por Águeda, porque los vi varias veces conversando y riéndose. Pero me equivoqué. Adalberto me pidió ayer la mano de Luisa. Él se graduó de abogado recientemente y me explicó que consiguió un empleo muy bueno y por eso quiso casarse. Fue una sorpresa para mí. No imaginé que Adalberto y Luisa se amaban. Sinceramente, yo pensaba que sería más feliz con Águeda, pero tuve que aceptar la situación. Águeda, como yo, se sorprendió del romance de su hermana. Y se puso triste. Dejó de cantar y de adornarse con coquetería; sólo miraba la plaza.

 

2. Mi viaje a Santa Rosa.

 

        El despertador sonaba y sonaba mientras yo escondía la cabeza debajo de la almohada resistiéndome a despertar. Estaba soñando que era bombera y que la alarma anunciaba un fuego que mis compañeros y yo debíamos apagar, pero estaba paralizada y no podía mover los pies. Tardé más de cinco minutos en darme cuenta de que el sonido venía de mi mesa de noche y no de una alarma de incendios.

        Me lavé y me vestí precipitadamente. No tuve tiempo para preparar el desayuno. Viajaría muy temprano a Santa Rosa porque mi tía, que vivía sola, me había escrito que estaba enferma y me necesitaba. Por fin lista, miré el reloj de pulsera. ¡Qué tarde era! El autobús salía a las siete y sólo faltaban veinte minutos. No valía la pena llamar a un taxi porque vivía a sólo diez cuadras de la estación, así que tomé mi maleta—que afortunadamente no pesaba mucho--, cerré con llave la puerta de entrada y eché a correr.

        No había nadie en la calle tan temprano porque era domingo. Era otoño y amanecía tarde; todavía el cielo estaba oscuro. Yo anduve tan rápido como me lo permitieron las piernas. Cuando estaba/estuve a la mitad del camino, un gato madrugador cruzó veloz frente a mí. En el patio de una casa, un gallo cantó tres veces.

        Legué antes de las siete a la estación terminal de autobuses, pero estaba tan agitada por la carrera, que apenas podía respirar. Consulté el horario que estaba en la pared. Efectivamente, allí decía que el autobús para Santa Rosa salía a las siete de la mañana. Miré a mi alrededor. Había un autobús estacionado en el otro extremo de la estación terminal y cerca de él vi a cuatro pasajeros que esperaban en los bancos. Un niño dormía en el regazo de su madre y ella inclinaba la cabeza, un poco dormida también. En mi sección de la estación, sin embargo, estaba yo sola, y esto me pareció muy extraño.

        Junto a mí pasó un viejecillo pequeño y delgado, que llevaba uniforme azul desteñido y apretaba en la mano derecha un llavero enorme. “Un empleado”, me dije, y le pregunté al viejo si el autobús para Santa Rosa venía retrasado.

        --No señorita,--contestó, y consultó la hora en un reloj antiguo que sacó del bolsillo de su pantalón.

        Pero el viejo añadió que mi espera iba a ser larga porque apenas eran las seis. ¡Las seis! Dirigí la vista a mi muñeca. Yo tenía las siete. El viejecillo sonrió y aclaró mi confusión. Me recordó que la hora de verano había terminado la noche anterior y que había que atrasar una hora los relojes. Todo iba a tener un final feliz, después de todo. Pero ¡qué lástima! A causa de mi error con respecto a la hora, no pude apagar el fuego.