Respuesta de la poetisa a la muy ilustre
Sor Filotea de la Cruz abreviada[1]
MUY ILUSTRE Señora, mi Señora: No mi voluntad, mi poca salud y mi justo temor han suspendido tantos días mi respuesta. ¿Qué mucho si, al primer paso, encontraba para tropezar mi torpe pluma dos imposibles? El primero (y para mí el más riguroso) es saber responder a vuestra doctísima, discretísima, santísima y amorosísima carta. [2]Y si veo que preguntado el Ángel de las Escuelas, Santo Tomás, de su silencio con Alberto Magno, su maestro, respondió que callaba porque nada sabía decir digno de Alberto, con cuánta mayor razón callaría, no como el Santo, de humildad, sino que en la realidad es no saber algo digno de vos. El segundo imposible es saber agradeceros tan excesivo como no esperado favor, de dar a las prensas mis borrones: merced tan sin medida que aun se le pasara por alto a la esperanza más ambiciosa y al deseo más fantástico; y que ni aun como ente de razón pudiera caber en mis pensamientos; y en fin, de tal magnitud que no sólo no se puede estrechar a lo limitado de las voces, pero excede a la capacidad del agradecimiento, tanto por grande como por no esperado, que es lo que dijo Quintiliano: Minorem spei, maiorem benefacti gloriam pereunt.[3] Y tal que enmudecen al beneficiado.
[…]Y hablando con más especialidad os co nfieso, con
la ingenuidad que ante vos es debida y con la verdad y claridad que en mí
siempre es natural y costumbre, que el no haber escrito mucho de asuntos
sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor
y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras, para cuya inteligencia yo me
conozco tan incapaz y para cuyo manejo soy tan indigna; resonándome siempre en
los oídos, con no pequeño horror, aquella amenaza y prohibición del Señor a los
pecadores como yo: Quare tu enarras iustitias meas, et assumis testamentum
meum per os tuum?[4]
[…]Y así confieso que muchas veces este temor me ha quitado la pluma de la mano y ha hecho retroceder los asuntos hacia el mismo entendimiento de quien querían brotar; el cual inconveniente no topaba en los asuntos profanos, pues una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio, sino los discretos con risa y los críticos con censura; y ésta, iusta vel iniusta, timenda non est, pues deja comulgar y oír misa, por lo cual me da poco o ningún cuidado; porque, según la misma decisión de los que lo calumnian, ni tengo obligación para saber ni aptitud para acertar; luego, si lo yerro, ni es culpa ni es descrédito. No es culpa, porque no tengo obligación; no es descrédito, pues no tengo posibilidad de acertar, y ad impossibilia nemo tenetur. Y, a la verdad, yo nunca he escrito sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia, porque nunca he juzgado de mí que tenga el caudal de letras e ingenio que pide la obligación de quien escribe; y así, es la ordinaria respuesta a los que me instan, y más si es asunto sagrado: ¿Qué entendimiento tengo yo, qué estudio, qué materiales, ni qué noticias para eso, sino cuatro bachillerías superficiales? Dejen eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina inteligencia de algún lugar. Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos. Así lo respondo y así lo siento […]
Prosiguiendo en la narración de mi inclinación, de que os quiero dar entera noticia, digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas,[5] me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo.
Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos,[6] y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes[7] e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar […]
Con esto proseguí, dirigiendo siempre, como he dicho, los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología; pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aun no sabe el de las ancilas?[8] […]
Lo que sí pudiera ser descargo mío es el sumo trabajo no sólo en carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible; y en vez de explicación y ejercicio muchos estorbos, no sólo los de mis religiosas obligaciones (que éstas ya se sabe cuán útil y provechosamente gastan el tiempo) sino de aquellas cosas accesorias de una comunidad: como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo, pero quedar agradecida del perjuicio. Y esto es continuamente, porque como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar; y sólo saben cuánta verdad es ésta los que tienen experiencia de vida común, donde sólo la fuerza de la vocación puede hacer que mi natural esté gustoso, y el mucho amor que hay entre mí y mis amadas hermanas, que como el amor es unión, no hay para él extremos distantes.
En esto sí confieso que ha sido inexplicable[9] mi trabajo; y así no puedo decir lo que con envidia oigo a otros: que no les ha costado afán el saber. ¡Dichosos ellos! A mí, no el saber (que aún no sé), sólo el desear saber me le ha costado tan grande que pudiera decir con mi Padre San Jerónimo (aunque no con su aprovechamiento): Quid ibi laboris insumpserim, quid sustinuerim difficultatis, quoties desperaverim, quotiesque cessaverim et contentione discendi rursus inceperim; testis est conscientia, tam mea, qui passus sum, quam eorum qui mecum duxerunt vitam.[10] Menos los compañeros y testigos (que aun de ese alivio he carecido), lo demás bien puedo asegurar con verdad. ¡Y que haya sido tal esta mi negra inclinación, que todo lo haya vencido! […]
Pues por la --en mí dos veces infeliz-- habilidad de hacer versos, aunque
fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me han dejado de
dar? Cierto, señora mía, que algunas veces me pongo a considerar que el que se
señala --o le señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer-- es recibido
Yo confieso que me hallo muy distante de los términos de la sabiduría y que
la he deseado seguir, aunque a longe. Pero todo ha sido acercarme más al
fuego de la persecución, al crisol
Una vez lo consiguieron una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el
estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí
(unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que
en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo
pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las
cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina
universal. Nada veía sin refleja;[12]
nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque
Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Por no cansaros con tales frialdades, que sólo refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. Y prosiguiendo en mi modo de cogitaciones, digo que esto es tan continuo en mí, que no necesito de libros; y en una ocasión que, por un grave accidente de estómago, me prohibieron los médicos el estudio, pasé así algunos días, y luego les propuse que era menos dañoso el concedérmelos, porque eran tan fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los libros en cuatro días; y así se redujeron a concederme que leyese; y más, Señora mía, que ni aun el sueño se libró de este continuo movimiento de mi imaginativa; antes suele obrar en él más libre y desembarazada, confiriendo con mayor claridad y sosiego las especies que ha conservado del día, arguyendo, haciendo versos, de que os pudiera hacer un catálogo muy grande, y de algunas razones y delgadezas que he alcanzado dormida mejor que despierta, y las dejo por no cansaros, pues basta lo dicho para que vuestra discreción y trascendencia penetre y se entere perfectamente en todo mi natural y del principio, medios y estado de mis estudios.
Si éstos, Señora, fueran méritos (
Confieso también que con ser esto verdad tal que,
Si revuelvo a los gentiles, lo primero que encuentro es con las Sibilas,
elegidas de Dios para profetizar los principales misterios de nuestra Fe; y en
tan doctos y elegantes versos que suspenden la admiración. Veo adorar por diosa
de las ciencias a una mujer
Si algunas otras cosillas escribiere, siempre irán a buscar el sagrado de
vuestras plantas y el seguro de vuestra corrección, pues no tengo otra alhaja
con que pagaros, y en sentir de Séneca, el que empezó a hacer beneficios se
obligó a continuarlos; y así os pagará a vos vuestra propia liberalidad, que
sólo así puedo yo quedar dignamente desempeñada, sin que caiga en mí aquello
del mismo Séneca: Turpe est beneficiis vinci.[21]
Que es bizarría
Si el estilo, venerable Señora mía, de esta carta, no hubiere sido como a vos es debido, os pido perdón de la casera familiaridad o menos autoridad de que tratándoos como a una religiosa de velo, hermana mía, se me ha olvidado la distancia de vuestra ilustrísima persona, que a veros yo sin velo, no sucediera así; pero vos, con vuestra cordura y benignidad, supliréis o enmendaréis los términos, y si os pareciere incongruo el Vos de que yo he usado por parecerme que para la reverencia que os debo es muy poca reverencia la Reverencia, mudadlo en el que os pareciere decente a lo que vos merecéis, que yo no me he atrevido a exceder de los límites de vuestro estilo ni a romper el margen de vuestra modestia.
Y mantenedme en vuestra gracia, para impetrarme la divina, de que os conceda
el Señor muchos aumentos y os guarde,
Juana Inés de la Cruz
[1] Esta versión es abreviada y
proviene al pie de la letra de Huellas de
las literaturas hispanoamericanas. John Garganigo et al., (New Jersey: Prentice Hall, 1997)
páginas 142-148. Pueden encontrar la carta completa en http://www.ensayistas.org/antologia/XVII/sorjuana/sorjuana1.htm.
Tomo las notas de la misma fuente de Huellas.
La carta se divide en tres partes principales 1) Introducción: saludo; 2)
apología de la vida de la autora—cuerpo de la carta que se subdivide en varias
partes; 3) despedida.
[2] Esta referencia es a la carta que el Obispo
[3] Menor Gloria producen las
esperanzas, mayor los beneficios.
[4] ¿Por qué tú hablas de mis mandamientos,
y tomas mi testamento en tu boca?
[5] amigas: escuelas primarias para niñas.
[6] rudos: tontos
[7] instantes: insistentes
[8] ancillas: sirvientas (en estilo
figurado)
[9] inexpicable: interminable
[10] “De
cuánto trabajo me tome, cuánta dificultad hube de sufrir, cuántas veces
desesperé, y cuántas otras veces desistí y empecé de nuevo, por el empeño de
aprender, testigo es mi conciencia que lo ha padecido, y la de los que conmigo
han vivido” (Carta al monje rústico).
[11] hace estanque de: hace detenerse
[12] sin refleja: sin reflexión
[13] “Me hizo Dios”.
[14] testero: parte delantera.
[15] Grandes mujeres de la Biblia: véanse los libros de Jueces, Reyes, Ester, Josué.
[16] Manto era la hija de Tiresias.
[17] Arete
fue maestro de su hijo Aristipo el joven, filósofo
[18] Nicostrata o Carmenta.
[19] Santa Catarina de Alejandría.
[20] Fabiola fue otra discípula de San Jerónimo.
[21] “Es vergüenza ser vencidos en beneficios.”